29.9.09

su rostro en mis manos

La gran pasión de la literatura es el “suicidio”: autoaniquilarse. Su única imposibilidad es consumarlo. Pero hay cierto éxtasis en lo inútil, orgasmos o pleonasmos...

El suicidio significa: dejar de significar: toparse con la realidad misma y confundirse con ella. Dar con la última palabra y experimentar su explosión o su implosión o su conversión a la nada, su des-significación en la cosa. Etc...

Y tras tanto tiempo de hundimiento o autodestrucción me descubro, sin embargo, hoy, feliz. “Feliz”. El solo hecho de usar esa palabra ya entraña un evento o un suceso inconmensurable.

Con este ya van varios días de esta sensación iletrada o iletrante, cierta vocación a la intrascendencia, un abismo nuevo, la absurdidad de volver repetidamente a lo mismo, a buscar oraciones precisas, a idear nombres o personas o cosas, historias, ¡historias!

He dejado de escribir y supongo que ha de ser por esa “felicidad” que me ha atacado como un depredador que saltara de pronto de la maleza y me apresara y paralizara, pero solo para obligarme a ver y pensar en algo más... ¿algo más que en mí mismo? ¿Algo más que en la inutilidad de las palabras, su morbosa invitación al onanismo?

Lo más significativo es que no me ha importado en lo más mínimo: jamás renunciaría a tener su rostro en mis manos por volver a este papel empalidecido y monótono.

Estos desiertos blancos no tienen labios ni vida; pueden indicarnos algunos caminos, orientar la marcha, señalar, eso es cierto; pero en algún momento hay que detenerse y decir aquí es, no más, no más.

Aquí, por ejemplo, sostenido por su mirada.

[1997]

23.9.09

trillos

Los años avanzan dejando trillos de hojarasca.
A veces me devuelvo y solo hay silencio y crujidos.


[sin fecha]

20.9.09

quiere oír su voz y sus necedades

Daniel se detiene de pronto, como paralizado por una revelación o un fantasma y fija los ojos en cualquier parte, en el aire, y dice:

–La ciudad entera se desvanecería si te entregaras a mí por completo.

Alicia no entiende, intenta no encogerse de hombros y mira fastidiada hacia un lado. No tiene idea qué significa para Daniel “entregarse por completo”. Alicia piensa y sabe que D. es inteligente, lector, etc., pero esas inclinaciones sensibleras en las que cae a veces empiezan a hacerse significativas. Al principio le daban gracia, o la tentaban a la ternura, una ternura desconocida para ella; pero ahora parecen convertirse en una exigencia y la gracia empieza a transmutarse en drama. Alicia odia los dramas. Se lo pregunta, de todos modos, y Daniel responde:

–Entregarse por completo es hacer precisamente que la ciudad entera desaparezca. Es darle la mano a alguien y caminar por la ciudad, como estamos haciendo ahora, aquí, en medio de una avenida cualquiera o un parque o lo que sea y que de pronto todo desaparezca, la calle, los carros, las demás personas. Y seguir caminando.

Alicia no responde. Daniel la mira, esperando una respuesta, y sonríe con una expresión algo tonta, indecisa. Daniel no insiste y siguen caminando.

Pero otra parte de Alicia prácticamente depende de Daniel, y ella lo sabe aunque le cueste aceptarlo o comprenderlo. No lo deja porque no puede o cree que no puede. A pesar de que a veces la detesta, ella necesita esa ternura que le ofrece Daniel. A veces también se detesta a sí misma por necesitarla o por no poder aceptarse a sí misma como una persona a quien la hicieran feliz ese tipo de muestras de afecto.

Y ese constante sentirse fuera de lugar. Como si Daniel fuera un paréntesis entre ella misma y ella misma. Y al mismo tiempo sentir que lo quiere. Necesitarlo. Pensar que es un necio, no pensar en él, y llamarlo porque quiere oír su voz y sus necedades.

Siguen caminando en silencio, tomados de la mano. Alicia se cansa y retira la mano y finge buscar algo en su bolso. Luego siente frío y ella misma le devuelve la mano.

Solo una araña sabría soltarse de su propia tela.

[1995]

16.9.09

pase adelante

Pasan carrozas fúnebres
Pasan caballos con policías
Pasan perros y gatos y hormigas
Pasan señores con corbata y maletín
Pasan señoras gordas con niñitos flacos
Pasan motos y camiones y bicicletas
Pasan pericos y aviones y nubes
Pasan relojes y calendarios
Pasan carrozas fúnebres

[1997]

14.9.09

como a un cachorro rosado

Desde hacía años padecía de colitis, había tratado de curarse con todo tipo de remedios alopáticos, homeopáticos y simpáticos, luego quiso aprender a meditar contra el dolor y, al final, resignadamente adaptó su vida a los retortijones e inflamientos; pero llegó a ser sencillamente inaguantable.

–Casi nunca cago –, me dijo un día con la expresión desamparada de quien hubiera perdido a su amado en un accidente de avión. Al decirlo frunció los labios con una ternura y una angustia que a gritos pedían empatía por su desgracia inapelable. Para rematar la escena, prácticamente con lágrimas en los ojos, confesó: –A veces voy por la calle y veo en el suelo la caca de un perro... –hizo una pausa y su gesto expresó la vergüenza de una niñita de tres o cuatro años– y me da envidia–, esto último lo dijo en un murmullo, bajando la vista.

Su ternura era agobiante. Había que abrazarla y acariciarle las sienes y darle besos como a un cachorro rosado.

La abracé, y creo que fue la primera vez que la abrazaba así, sin reticencias ni adulteces acartonadas. ¡Cuánto la comprendía! Los problemas de evacuación son graves, no nos engañemos, es que hacen absurda la cotidianidad más simple, tomar el té con los amigos, reírse en el cine, brincar en el concierto, hacer la siesta dejándose seducir por imágenes lascivas...

Hay complicaciones que no tienen salida. Supongo que no queda más que hincharse y reventar. Las preguntas cuyas respuestas son esenciales para resistir cabalmente la vida no tienen respuesta. De lo que estoy seguro es que nunca volveré a ver de la misma manera una caca de perro.

[1997]

2.9.09

el balcón de Wittgenstein

Estoy en clase. Somos cuatro alumnos. El tema empezó aburrido, pero al rato el profe lo mejora: “la filosofía es una locura que no resuelve nada, con ella no se hace uno más hombre ni más feliz.” Habla de Wittgenstein.

Los ventanales del aula 163 me permiten ver directamente el balcón donde esta ella. Miro al profe, finjo que pongo atención, asiento, sonrío, pienso ligeramente en el Wittgenstein de los Diarios y sé que el profe hace un esfuerzo por hacerlo interesante; más aún, sé que es interesante, me gusta el misticismo del austriaco, sus arrebatos a la vez tan filosóficos y contrafilosóficos, “solo es feliz quien no necesita preguntarse por el sentido de la vida”, o pensar a “dios” como un problema lingüístico, o proponer que nada de lo más importante cabe en palabras, ni siquiera en palabras filosóficas, que más bien terminan por enredarlo todo.

Cada vez que puedo, vuelvo a mirar hacia el balcón y ella sigue ahí y también me mira. Sonrie. Me sonríe.

¿Por qué estoy con otra sin haber intentado siquiera estar con ella? Ahora, también ella está con otro.

Me pregunto cómo es ella; en el amanecer, por ejemplo, recién despierta, ¿gemirá y retozará con pereza o será de esas personas siempre energéticas que se levantan como un resorte súbitamente liberado? ¿Cómo serán sus pausas al hacer el amor? ¿Qué pensará del “sentido de la vida”? ¿Se lo preguntará o será que ya lo vive?

Somos tan pocos en el aula que no puedo divagar a mis anchas sin que el profesor lo advierta; oscilo entre la mirada lógica y diminuta del profe a la mirada fija y abismal de la chica en el balcón, esa mujer con la que he soñado muchas veces, despierto, hasta onanista, como Wittgenstein... Siento que entre el profesor y ella hay una brecha infranqueable, un puente, una escalera prácticamente infinita.

Su rostro perfilado, duro, su cabello tan corto, marrón, casi masculino, y sus pómulos salientes y sus labios gruesos como gajos de mandarina...

El profe hablaba de los diarios filosóficos de Ludwig W. pero ahora vuelve al Tractatus.

Yo solo pienso en cómo subir esta escalera, cómo llegar al final y dejarla ir sin retorno, porque solo dejaría ir una escalera quien estuviera seguro de que ya nunca más la necesitará... ¿No? ¿O se trata más bien de dejarla ir sin contar con ninguna certeza? Al final de la escalera estaría con ella, allí a su lado en el balcón, quizá mirando también, como hace ella ahora, a otros alumnos y a otro profesor o el mismo y sabría, quizá sabría con certeza que todo se trataba de eso: ese momento a su lado...

Pero sé que nunca veremos juntos el amanecer. Hoy, en el balcón, su sonrisa me hace feliz.

[1997]