23.7.09

súbitos hundimientos

Existen diferencias sustanciales entre un encuentro planificado y uno espontáneo. El primero no es, en sentido estricto, un “encuentro”; y aunque estuviese antecedido por una ansiedad desbordante, la ausencia de sorpresa le da un matiz más reposado y aburrido, como el resultado lógico de una programación.

De creerle a los diccionarios, “encontrar” puede ser “dar con alguien o algo” que se busca o que no se busca. Es decir, se encuentra uno con el amigo con quien se citó ayer, pero también se encuentra uno de sopetón en media avenida con la muchacha aquella de cuyo nombre no quisiera uno acordarse... También, pues, es “hallar algo que causa sorpresa”.

¿Y qué hay de las connotaciones militares? Un encuentro -sigo con el diccionario- también es el “choque, por lo general inesperado, de las tropas combatientes con sus enemigos”. Y se dice, por ejemplo, que las posiciones de dos o más personas están “encontradas” cuando no están de acuerdo. Pues eso: que me topo con fulanita en medio de la nada, cuando salgo de la Institución X tras hacer el trámite Y, y voy pensando en burocracias y tonterías y de pronto me encuentro su rostro tan límpido y sonriente como lo recuerdo siempre sin querer recordarlo...

Este, para mí, es el verdadero encuentro: dos criaturas, caminantes de una ruta particular, convergen en un punto que ninguno de ellos planeó compartir. Y, más aún, si arrastran una historia de afectos encontrados y pasiones y excesos y reproches y despechos, el choque es también un tropiezo y uno, aunque el cuerpo siga en pie como si nada, se cae por dentro y se deshace en tormentos.

Uno debiera rebelarse ante esa soberbia del mundo: jugar juegos de azar con pobres seres sentimentales como nosotros. Hay quien lo soporta, claro. Otros nos hacemos baba.

A diferencia de estos encuentros desamorosos, el encuentro amoroso sucede cuando dos desconocidos se juntan por azar en una situación cualquiera y descubren que se atraen mutuamente.

Pues estos encuentros, en general, son válvulas que se abren repentinamente: la peculiaridad de cada uno reside en qué es lo que dejan salir por los sistemas hidráulicos o mecánicos del cuerpo: las boquillas, los ojos, los poros, el ritmo del corazón...

Y algunos también se encuentran y a pesar de sentir la posibilidad de un acercamiento, terminan al instante perdidos para siempre: uno se topa con un ángel en medio de la compra, en el mostrador de los quesos, por ejemplo, y se sonríe con el ángel y el ángel reciproca, pero en media placidez la empleada te pregunta amargamente “¿algo más señor?” Uno, dos, tres segundos, te empiezan a preparar el bocconcini y cuando te volvés a ofrecerle un bocado al ángel, mierda, ya se ha ido.

¿Y, de todos modos, qué le habrías dicho? Quienes rehuimos los encuentros somos por definición cobardes. Tal vez los ángeles lo notan y nos dan la espalda por esa sencilla razón.

Luego hay corrientes que tienden al remolino y amarras que rechinan y súbitos hundimientos. Pero eso ya sucede en la aséptica soledad de tu cocina, entre cebollas y tostadas. El estómago es un vórtice que recibe los encuentros y los devuelve en reflujos o eructos.

A veces, valga decir, nos hemos atrevido. Sin embargo... Por eso mismo el encuentro o tropezón con aquella muchacha cuyo nombre y rostro fingís que no querés recordar te sacudió de arriba abajo saliendo del Registro Nacional y te convirtió la burocracia en un infierno rosa. Sonreímos, nos rozamos los brazos, ¿cómo estás? ¡Qué sorpresa! ¿En qué andás? Y las respuestas abruptas o sosas y los miembros gelatinosos y las miradas, una, la tuya, nerviosa y pánica, y la otra, la suya, serena y firme.

A la mañana siguiente, otros tantos encuentros: mal sabor de boca y la garganta hecha brasa (seis horas de reflujo horizontal no son baladí), y el dolor de cabeza que sublima el dolor de pecho y de vientre, y el deseo incontenible de repetir los rituales que te llevaron a la catástrofe, simplemente porque mientras sucedían no eran catastróficos, y la ilusión del retorno o la duplicación, el impulso a la melancolía, tan instintivo y vulgar.

Te levantás, de todas formas, y vas a la cocina. El refrigerador vacío. El tedio. Pero te vestís y vas al súper. Y de camino encontrás un arrebato de coraje y pensás: seguro que hoy me topo con un ángel. Y entonces prevés lo que le dirías, para que, si sucediera de verdad y te encontraras con uno, el encuentro no fuera ni tuviera que ser nunca más un combate. Pero entonces no sería un encuentro.

Fastidiado, tomás la canastilla de la compra y te obligás a decidir cuál queso vas a llevar.

[1997]

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