27.8.09

amor (nota al pie)

Los paisajes compartidos.
Diez mil veces sentados juntos a la mesa.
Los apodos privados. Las voces mimadas.
Caminar en silencio. Mirarse.
Conocerse. Desconocerse. Reconocerse.
Olvidar que somos mortales.
Y recordarlo.


[sin fecha]

21.8.09

se posó en su vientre como un hueco

Paulina, con un gesto de incontestable desprecio, le dijo que no, ya no, ya no más. Nicolás la miró en silencio durante un largo rato, mientras ella parecía perderse plácidamente en sus abismos interiores.

Mirándola así, allí a su lado pero lejana, lejanísima, tras un instante ya imposible, tras una palabra o tres, “ya no más”, “ya no más”, Nicolás empezó a sentir que la soledad le subía por las piernas como un alacrán o una mantis o simplemente una debilidad hormigante que se asumía mejor si la metaforizaba de bicho.

La soledad se posó en su vientre como un hueco habitado.

A partir de ese momento empezó a sentirse constantemente lleno, a diario su vientre reventaba de vacío. “Ya no más.” Ella trazó un límite definitivo, innegociable, es que ya lo habían negociado todo y no hubo más que negociar, es así.

Pero Nicolás debe verla a diario y sus manos deben contenerse y debe dejar que sus labios se sequen al aire como trapos. No puede evitar verla a diario, está necesariamente ahí, como su escritorio, irrenunciable, duro, como las lámparas fluorescentes o el piso de cerámica de tercera; siempre está ahí, tan cerca que aun si no la ve, la ve, porque sabe que si gira la cabeza ciento seis grados a la derecha allí estará ella, apacible, concentrada en su trabajo, al otro lado de la frontera que N. ni siquiera quería dibujar.

Nicolás gira la cabeza ciento seis grados y el alacrán despierta.


[1997]

14.8.09

más natural que el océano y las galaxias

La primera vez que habló con A. sintió que la conocía desde siempre. Como si se hubieran saltado todo ese tiempo de tanteos y esos procesos de cálculo normales cuando empieza una relación. Ellos empezaron la relación como si ya la tuvieran. Y a Daniel, esto, más que cualquier otra cosa –esas cosas tan comunes: su ojos, sus labios– lo llevó a enloquecer por ella y eventualmente a perderse en ella.

Dos o tres días después de haberse conocido fueron a la playa. D. lo apostó todo, la llamó por teléfono para invitarla, al día siguiente iba con un amigo a pasar el día surfeando. Bueno, su amigo surfeaba, Daniel no, pero siempre que podía lo acompañaba para echarse a hacer nada mientras escuchaba el ronroneo del mar. Pensó que era temerario, agresivo, tras solo dos o tres días de conocerla... ¿Vamos a la playa mañana? Sí. Ni un segundo de indecisión. Sí. Ni siquiera pregunto adónde, a qué hora, cómo. Sí.

Mientras caminaban por la playa –era un día lluvioso, frío y deslucido y para Daniel era el esplendor de la vida–, Alicia lo abrazó con una naturalidad inhumana, una confianza de décadas, una incongruencia bienvenida. La deseaba como no había deseado nunca. Siempre había soñado la posibilidad de una relación sin etiquetas, sin normas previas, tácitas, brutal y limpia: sin cálculos. Y tenía Alicia frente a él que lo veía y le decía sin decirlo precisamente eso y Daniel oponía cierta resistencia: ¿pero esto es cierto? ¿O lo imagino todo?

Era cierto. Ella no estaba interesada en esperar semanas o meses. La espera y los protocolos son ridículos cuando la evidencia es... pues evidente. La confianza no necesitó crecer con los días porque nació crecida y madura. Los dos se entregaron desde el punto de partida, D. dejó ir su resistencia inicial y se sintió dichoso. A veces las cosas comúnmente complejas se hacen simples en un tris.

Se metieron al mar. Las olas eran de dos o tres metros. Daniel no surfeaba, su amigo surfeaba, su amigo estaba en el mar y los miraba, a veces, y ellos lo saludaban y le gritaban cosas pero él no escuchaba nada, para él se trataba de eso, de no escuchar nada, solo el agua creciendo bajo sus piernas como un grito; y Daniel disfrutaba mirándolo pero hoy solo miraba a Alicia.

Se tomaron de la mano y de los brazos y las olas los empujaban y se besaron entre la espuma mientras él la sujetaba porque ella ya no tocaba el suelo, y ella lo abrazó con sus piernas, se sujetó de su cintura para no hundirse en el vaivén y se quedaron un rato así, peleando con las olas y los besos y ella lo abrazaba del cuello con los brazos y de la cintura con las piernas y lo miraba y no parecía sentir ningún temor. Daniel tampoco. El mar solo era un testigo. Era como si ella dijera: “me siento segura con vos”. No lo decía, claro, no decían nada. Y él: “yo también”.

Las olas, la lluvia, el cielo: nada de eso era natural, eran sombras o artificios, imágenes sin peso, humos, aires, sueños de una máquina enferma, ir y venir, ir y venir... En ese nimio paréntesis de lucidez solo su abrazo describía una naturalidad siempre anhelada, sin forma ni concepto pero anhelada, y ahora viva.

Y luego llovió más y Daniel se preguntó cómo esa niña aparentemente ensimismada se las arreglaba para ser más natural que el océano y las galaxias y que sus propios sueños. Nunca había conocido a ninguna persona que fuera tan palmariamente “sí misma”. Que con una mirada dijera: “esto que ves, esto soy yo”.

Pero las historias comienzan a veces por el final. Y las relaciones, al parecer, también: ellos empezaron su relación así, como si la hubieran tenido desde hacía tiempo, pero luego muy lentamente se dedicaron a deshacerla, a desconocerse hasta hacerse extraños, como si algo inaprensible los hubiera obligado a recorrer al revés un camino que al principio no permitía anticipar un final.

[1995]

6.8.09

sobre al abismo o el mar

Vemos a una persona aferrada a una letra cualquiera. La letra flota sobre el vaivén de un mar interminable o planea sobre un abismo. Esta persona consigue sostenerse a duras penas; se aferra con los dedos como garfios, a veces muerde, o rasga su letra con las uñas. Sabe que, de soltarse, caería en el abismo o se hundiría en el mar. Pero al mismo tiempo sabe que, si se mantiene apegada a la letra, se convertirá en uno de esos bustos de parque que se empolvan y oxidan sin que nadie les preste atención.

Inesperadamente, aparece en las cercanías otra persona aferrada a otra letra. Su expresión es de desesperada resignación. Como la primera, se sujeta a duras penas a su letra. Tampoco quiere soltarse y tampoco quiere convertirse en estatua. Se miran. Esperan a que el azar del viento o de las olas acerque sus letras. Esperan. Finalmente, cuando creen estar suficientemente cerca, mientras se sostienen con una sola mano sobre el abismo o el mar extienden la otra y se tocan con los dedos. Sí: son reales. Se dan la mano, entrecruzan los dedos. No dejan de mirarse. No se dicen nada. Dejan ir simultáneamente sus respectivas letras, que se mantienen flotando o planeando como si tal cosa y ellas, tomadas de la mano, caen al abismo o se hunden en el mar.

Antes, por la cercanía, no sabía, cada una, a cuál letra estaba aferrada. Tras un buen tramo de caída o hundimiento miran las letras a los lejos y ven que forman una palabra. Y que hay más letras a su alrededor.

Suponían que la caída o el hundimiento serían pasajeros y que el suelo o el fondo los salvaría de una caída interminable o los mataría y todo acabaría.

Pero la caída o el hundimiento no parecen tener fin y, sin referencia, da igual caer que estar de pie o quieto. Da igual arriba o abajo. Él o ella o nadie y nadie. Uno y dos, dos personas.

Lentamente descubren que se pueden mover y guiar, de algún modo, su rumbo, y que pueden acercarse y alejarse y soltarse y volver a tomarse de las manos.

Están a punto de aprender a hablarse.

[1996]