14.8.09

más natural que el océano y las galaxias

La primera vez que habló con A. sintió que la conocía desde siempre. Como si se hubieran saltado todo ese tiempo de tanteos y esos procesos de cálculo normales cuando empieza una relación. Ellos empezaron la relación como si ya la tuvieran. Y a Daniel, esto, más que cualquier otra cosa –esas cosas tan comunes: su ojos, sus labios– lo llevó a enloquecer por ella y eventualmente a perderse en ella.

Dos o tres días después de haberse conocido fueron a la playa. D. lo apostó todo, la llamó por teléfono para invitarla, al día siguiente iba con un amigo a pasar el día surfeando. Bueno, su amigo surfeaba, Daniel no, pero siempre que podía lo acompañaba para echarse a hacer nada mientras escuchaba el ronroneo del mar. Pensó que era temerario, agresivo, tras solo dos o tres días de conocerla... ¿Vamos a la playa mañana? Sí. Ni un segundo de indecisión. Sí. Ni siquiera pregunto adónde, a qué hora, cómo. Sí.

Mientras caminaban por la playa –era un día lluvioso, frío y deslucido y para Daniel era el esplendor de la vida–, Alicia lo abrazó con una naturalidad inhumana, una confianza de décadas, una incongruencia bienvenida. La deseaba como no había deseado nunca. Siempre había soñado la posibilidad de una relación sin etiquetas, sin normas previas, tácitas, brutal y limpia: sin cálculos. Y tenía Alicia frente a él que lo veía y le decía sin decirlo precisamente eso y Daniel oponía cierta resistencia: ¿pero esto es cierto? ¿O lo imagino todo?

Era cierto. Ella no estaba interesada en esperar semanas o meses. La espera y los protocolos son ridículos cuando la evidencia es... pues evidente. La confianza no necesitó crecer con los días porque nació crecida y madura. Los dos se entregaron desde el punto de partida, D. dejó ir su resistencia inicial y se sintió dichoso. A veces las cosas comúnmente complejas se hacen simples en un tris.

Se metieron al mar. Las olas eran de dos o tres metros. Daniel no surfeaba, su amigo surfeaba, su amigo estaba en el mar y los miraba, a veces, y ellos lo saludaban y le gritaban cosas pero él no escuchaba nada, para él se trataba de eso, de no escuchar nada, solo el agua creciendo bajo sus piernas como un grito; y Daniel disfrutaba mirándolo pero hoy solo miraba a Alicia.

Se tomaron de la mano y de los brazos y las olas los empujaban y se besaron entre la espuma mientras él la sujetaba porque ella ya no tocaba el suelo, y ella lo abrazó con sus piernas, se sujetó de su cintura para no hundirse en el vaivén y se quedaron un rato así, peleando con las olas y los besos y ella lo abrazaba del cuello con los brazos y de la cintura con las piernas y lo miraba y no parecía sentir ningún temor. Daniel tampoco. El mar solo era un testigo. Era como si ella dijera: “me siento segura con vos”. No lo decía, claro, no decían nada. Y él: “yo también”.

Las olas, la lluvia, el cielo: nada de eso era natural, eran sombras o artificios, imágenes sin peso, humos, aires, sueños de una máquina enferma, ir y venir, ir y venir... En ese nimio paréntesis de lucidez solo su abrazo describía una naturalidad siempre anhelada, sin forma ni concepto pero anhelada, y ahora viva.

Y luego llovió más y Daniel se preguntó cómo esa niña aparentemente ensimismada se las arreglaba para ser más natural que el océano y las galaxias y que sus propios sueños. Nunca había conocido a ninguna persona que fuera tan palmariamente “sí misma”. Que con una mirada dijera: “esto que ves, esto soy yo”.

Pero las historias comienzan a veces por el final. Y las relaciones, al parecer, también: ellos empezaron su relación así, como si la hubieran tenido desde hacía tiempo, pero luego muy lentamente se dedicaron a deshacerla, a desconocerse hasta hacerse extraños, como si algo inaprensible los hubiera obligado a recorrer al revés un camino que al principio no permitía anticipar un final.

[1995]

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